jueves, 3 de mayo de 2012

SOLO ACEPTO SU SUELDO

Subí apresuradamente las escaleras, pues ascensor de servicio no había. Un portero muy uniformado me había indicado que aquel era mi camino, el de servicio.
Era un sexto piso, en el tercero tuve que hacer una pequeña parada para recobrar el aliento, los años habían pasado y mis pulmones ya no tenían la misma resistencia que cuando de pequeña corría por las calles del pueblo, buscando un lugar donde esconderme, para ser de las últimas en ser encontrada, en aquel juego tan repetido como era el escondite. Aquellos si que habían sido días felices, como suelen ser todos los años de infancia, pobres pero muy felices, el juego interminable de aquellas tardes de verano, interminables, como la propia vida a esa edad, infinita. Todavía podía recordar aquellas tormentas secas, el cielo se oscurecía, el calor pesado y asfixiante y luego, cuando algunas gotas de agua lograban llegar al suelo, seco, polvoriento, resquebrajado por la ausencia de agua, el olor que dejaba la tormenta era una delicia insuperable,  aquellos colores de la tormenta y el olor están muy frescos en mi memoria.
Llegué al sexto piso y tras llamar al timbre me abrió una señora con pinta de ser la Señora. Me dio la mano muy impersonalmente y me hizo un gesto para que pasara y sin mediar más de dos frases hechas me enseñó toda la casa, indicándome todo lo que debería ser mi trabajo, lo bien que estaría en su casa y lo mucho que eso debía representar para mi, pues además me daría comida, un techo, incluso la ropa que desecharan, y un largo etcra., de privilegios gracias a su gran generosidad y carácter caritativo, a lo que yo solo puede responder:
- Sólo acepto su sueldo, Señora.
Evidentemente, me echó de su casa con malos modos y sin ningún rasgo de educación o generosidad, y menos aún de caridad.

HOY, MI MADRE, ME HA COMPRADO MI PRIMERA CAJA DE PINTURAS ALPINO

 
Como casi todas las mañanas me había levantado solo. Tras vestirme me acerqué  a la lumbre a cuyo lado había un puchero con café con leche, que el fuego no había dejado enfriar. Encima de la mesa estaba el tazón con pan y azúcar, con mucho cuidado, como me decía mi madre, volqué el contenido del puchero en el tazón, tras lo cual lo me lo comí sin mucho apetito, como me ocurría a diario.
Cogí mi cartera, y salí de casa, a no mas de cincuenta metros estaba la puerta de mi escuela, unitaria por cierto, tras entrar, intentando pasar desapercibido, me senté en el lugar de siempre en una rústica banqueta de madera, que de tanto usarse tenía un tacto suave, muy suave, me encantaba acariciar la madera. En aquellos días no conocía nada más suave que el tacto de aquella banqueta de madera, mi compañera. Era increíble que en un espacio tan austero, con banquetas de madera como las descritas, pupitres viejísimos, una mesa para la maestra, una pizarra gastada, un suelo de tierra y unas paredes de barro, hubiera una banqueta tan suave que me encantaba acariciar.
Pero aquella mañana, en mi cartera, se escondía un lujo extraordinario, tan solo sabía de uno de mis compañeros que tuviera una maravillosa caja de pinturas, con ese olor que aún hoy conservo nítido en mi memoria, la textura de la caja de cartón, las pequeñas manchas dejadas por sus puntas afiladas, el dibujo colorido que tenía en la caja, para mi era más que un regalo, sin contar con aquel camión de reparto de bombonas naranjas, cuyo uso desconocía y que había considerado el mejor regalo hasta ese momento. Pero mi madre, supongo que con mucho esfuerzo, me había comprado mi primera caja de pinturas Alpino.

TEMOR



TEMOR

Aquella mañana al enterarse de que ella había vuelto su corazón se había detenido, fue un instante, pero se detuvo, le faltaba la respiración, los nervios le hacían no controlarse, pero no quería delatarse delante de su hermana, que le acababa de dar la noticia del regreso de ella.
De niños siempre le provocaba la misma inquietud, cuando la veía, o cuando se hablaban, o mucho tiempo después cuando la abrazó, y no digamos cuando por fin se besaron, nada había sido comparable a aquellos momentos, ni antes ni después.
Ahora el tiempo había transcurrido y muchas cosas habían sucedido, pero a pesar de todas ellas, él seguía con la misma sensación de desasosiego, de congoja que antaño le bloqueaba, pero que a la vez le llenaba de felicidad, para él ella era la felicidad con mayúsculas.
Bajó las escaleras de tres en tres, como en los viejos tiempos, solo que ahora no debía dar explicaciones de a donde iba, ni el porqué de tanta prisa, cogió su vieja bicicleta y salió del zaguán de su casa.
Pedaleó sin descanso a pesar de lo empinada de la cuesta que lo conducía hacia la casa de ella, en lo alto de la colina. Le faltaba el aliento, pero lo peor era el temor que empezaba a sentir según se acercaba al final del camino, ¿qué ocurriría?, ¿cómo lo recibiría?, ¿seguiría siendo la misma que un buen día decidió marchar?, ¿cuántas cosas habrían cambiado en todo ese tiempo?
Para él todos sus sentimientos estaban en el mismo lugar, seguía amándola igual que el primer día de escuela, cuando la vio aparecer con su cartera en la mano derecha, su pelo muy, muy corto, sus ojos negros, casi tanto como su pelo, recordaba nítidamente aquel momento, nunca había conseguido borrarlo, le había acompañado desde aquel día de una manera casi mágica. Hasta un rato mas tarde no supo su nombre, cuando la maestra pasó lista y ella contestó con un tímido: yo.
Dejó la bicicleta apoyada en la pared y llamó a la puerta con insistencia, y sobre todo con una gran congoja, con un tremendo desasosiego.
Madrid, अब्रिल 2009

Settembrini